Intérpretes en la diplomacia
La paz comienza por el idioma y el entendimiento mutuo. El rol del intérprete en las relaciones diplomáticas nos recuerda a los dragomanes de antaño que se desempeñaban como intérpretes en la cuenca del Mediterráneo, en los puertos del Levante y en la Sublime Puerta. No hay gobiernos que se reúnan, ni Presidentes o Primeros Ministros que mantengan una conversación, sin un intérprete. Los Jefes de Estado y de Gobierno y sus ministros suelen recurrir a intérpretes especializados en diplomacia dado que es por todos conocido que los idiomas ocupan un lugar preponderante en las relaciones diplomáticas.
Sin nuestros servicios, dicha reunión o conversación en privado sería oficiosa y no pasaría a los anales de la historia. La esencia de nuestro trabajo, tanto como el del traductor, es encontrar un equivalente exacto en el idioma del otro interlocutor. Pero, en rigor de verdad, interpretar no es solo traducir.
Interpretar es “ponerle música al contenido”
Además de encontrar la palabra correcta, el intérprete debe ser actor, y un amante de las palabras. Para interpretar una presentación, es necesario reproducir la cadencia, la entonación; en suma, es preciso transmitir la intención del orador. Según las circunstancias, el tono del intérprete será neutral, serio, sombrío, emotivo, alegre, convincente, enérgico, y hasta explosivo. El intérprete le pondrá música al contenido, permaneciendo fiel a la intención original, inyectando vida y alma a las relaciones políticas y diplomáticas.
Pertenecemos a un grupo especial. Adherimos al lema de Talleyrand: «Entre parecer un tonto o pasar por charlatán, hace mucho tiempo que ya he elegido». Sí, de hecho preferimos ser tomados por tontos en lugar de por charlatanes; la excelencia en nuestra profesión exige no solo transmitir fielmente el pensamiento original – proceso que denominamos interpretación- sino también mantener a ultranza la confidencialidad y la discreción, valores a los que no se adjudica gran importancia en la sociedad de hoy.
Durante más de 20 años me he desempeñado como intérprete en el campo de las relaciones diplomáticas franco-israelíes, y mi trabajo ha consistido en susurrar en hebreo a oídos franceses, y en francés a oídos israelíes. Procuro suavizar lo duro y cortante que puede sonar el idioma hebreo para el interlocutor francés, al mismo tiempo que modero el estilo del discurso francés -que, a menudo, puede ser elaborado y enrevesado- para que sea inteligible al interlocutor israelí. Sobre todo, procuro que cada orador pueda expresar todas sus ideas con libertad, sin correr el peligro de perder ningún matiz ni significado, algo que sí puede ocurrir cuando se habla un idioma extranjero.
Intérpretes en la diplomacia: Parte de la historia en vivo y en directo
Ha habido varios intérpretes que se han destacado en la historia de la interpretación en el ámbito diplomático. Uno de ellos, que ya no se encuentra entre nosotros, y que interpretó para muchos presidentes franceses durante las conversaciones diplomáticas que mantuvieron con Alemania, solía decir: «Yo no existo». O: «Un buen intérprete es un mal necesario». Es paradójico, pero el intérprete no tiene una presencia activa, no está sujeto a cambios de humor, no ofrece su punto de vista. Como máximo, podría susurrar «entiendo que el orador quiso decir…» al oído del interlocutor correspondiente cuando detecta que se está introduciendo un sesgo en la conversación. Nunca leerán nuestras memorias, dado que estamos obligados a mantener la más absoluta confidencialidad profesional. Es una limitación; es cierto, pero también un elemento constitutivo de la grandeza de nuestra profesión, una profesión que, alguna que otra vez, nos permite ser parte de “la historia en vivo y en directo”.